dissabte, 2 de setembre del 2017

Mi nicho sobre ruedas

Regresé del gimnasio a las ocho de  la mañana y supe lo que había pasado cuando vi que había siete mensajes en el contestador automático. “Esta máquina y yo somos incompatibles: si está ella, no estoy yo, así que deja tu mensaje después de oír la señal.” Ni siquiera recuerdo a quiénes pertenecían esas voces  grabadas, pero supongo que fueron mis hermanas y mis cuñados los que llamaron. Fui rápidamente a casa de mi padre, cerca de la mía, y allí estaba, tumbado, inerte en una cama en el comedor, y ahora empiezo a pensar que quizá se me ha mezclado un espacio con otro, o quizá no. ¿Por qué su cama no estaba en la habitación? 

Se había desplomado en el lavabo, y su cuerpo vivo o ya muerto había chocado con el inodoro. Su historial médico justificaba de sobras una muerte súbita y por eso vinieron directamente los de la funeraria a retirar su cadáver, enfundándolo en una bolsa azul con cremallera en el medio, y depositado  sobre una camilla lo bajaron por la angosta escalera de un antiguo edificio del barrio de Gràcia sin ascensor. Vi y oí cómo lo golpeaban en su intento de sacarlo del edificio, y me dolía, me dolían esos golpes. Me apresuré a salir al balcón cuando llegaron a la portería para verlo en su último paseo por la ciudad. Todo seguía su curso habitual: las motos y los autobuses seguían rodando, la gente pasaba por la acera al lado de mi padre y no se inmutaba, los ruidos de la ciudad eran ajenos a lo que estaba pasando. Para ellos no se había detenido el tiempo. 

Durante los primeros días busqué consuelo en todo lo que sabía que me proporcionaba felicidad hasta entonces, sin conseguirlo. Pero al tercer día de su muerte, salí a la calle y la ciudad olía a mar, una de esas pocas veces en que su aliento salado penetra hasta la médula de Barcelona, y recuerdo que las hojas de los árboles brillaban e incluso me detuve a observar la caída lenta y cadenciosa de una hoja hasta rozar, con su levedad, la acera. Y lo sentí; sentí un hilo que me conectaba directamente con mi padre, que me conectaba físicamente con mi padre… Aunque la tristeza perduró, la paz se había asentado de nuevo, pero aún quedaba el dolor por aquel golpe que la rotura del aneurisma de aorta abdominal le había infligido en el lavabo. Unas semanas después estaba con mi padre y mi hermana mediana en un parque de atracciones, por primera vez en nuestra vida. Bajábamos una escalera y mi padre trastabilló, y yo lo agarré en el aire, como un pajarillo que acomete su última pirueta, y entre mis brazos se murió. Plácida e indoloramente. Ese sueño curó lo que quedaba por sanar.

Recuerdo que de niña pensaba en qué sería de mí en el año 2000. Tendría 34 años... Nunca imaginé que sería el año en que me quedaría huérfana de padre, en que viviría mi segunda muerte importante. O quizá sería la tercera, pues soy nieta de un desaparecido, que  es un eufemismo de ser nieta de una persona a la que asesinaron en una cuneta y está enterrado con diez personas más, anónimas, en un lugar ya no desconocido, pero como si lo fuera, porque falta presupuesto y políticas de memoria histórica para establecer conexiones con el ADN de las familias que los buscan. Esta fue mi primera muerte, la que marcó el destino de la familia. La siguiente muerte sería la de su viuda, que acarreó con ocho hijos sola. 

Soñé y fantaseé con el año 2000 pero jamás pensé en 2017; no sé si hubiera tenido tanta imaginación como para proyectarme en este viaje que estamos realizando. Tampoco entiendo por qué estoy pensando en mis muertos mientras estoy en un autobús nocturno, camino de una isla de Camboya llamada Rong Sanloem. Puede que el hecho de ir tumbada en una especie de nicho sobre ruedas, mucho más cómodo que un asiento, pero espartano como cama, me haya conectado con el nicho elevado del cementerio de Montjuïc en el que hace  años depositamos el cuerpo de mi padre. Pero yo también tengo vistas: a Helena y a mí nos ha tocado en el piso superior.

El autobús se ha detenido, y por el conducto del aire acondicionado fluye un intenso olor a gasolina y la temperatura se ha elevado de golpe a unos cuarenta grados. Muchos se han  despertado, y junto con los que aún no dormíamos, hemos salido disparados al exterior. Pero algunos siguen dormitando en sus camas rodantes. No se dan cuenta de que están durmiendo en el infierno. El conductor trajina con herramientas diversas desde  detrás del autobús y el interior del mismo. No confío en que lo pueda arreglar. En nuestro país, el chófer no es un mecánico. Pero aquí, ¿quién sabe? Son las cinco de la mañana y llovizna en una localidad sin nombre para mí en medio de la nada, y ya algunos comercios comienzan a trabajar. La persona que trincha el bloque de hielo, primero con una sierra y luego lo introduce en una máquina oxidada de la cual sale troceado, nos proporciona taburetes a las diez personas que nos refugiamos allí del cansancio, la lluvia y la espera. Entonces vemos que el autobús arranca  y empezamos a correr detrás de él con la esperanza de que solo esté haciendo una prueba al motor, pero no. Se va. Sin nosotros. Una de las chicas alcanza el lateral del autocar y lo golpea, una vez, dos veces y finalmente se detiene. Los diez abandonados vamos llegando escalonadamente a la carrera. Entre estupefactos, indignados y temerosos de quedarnos tirados sin nuestras pertenencias, subimos, volvemos a tumbarnos en nuestros nichos sobre ruedas y no comentamos nada. Ni el conductor ni nosotros. Callados, hasta que la lluvia arrecia y empieza a penetrar por las ranuras del techo del bus parcheadas con celo. “Acércate a mí para no mojarte, Helena”. Y así, acurrucadas, acabamos el trayecto.

Neus
Lluís en su nicho rodante



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