dimecres, 20 de desembre del 2017

Ángeles caídos

Si llegas a una ciudad que se llama Angeles y te recibe una nube de polución arrastrada por los innumerables vehículos de la  prehistoria que todavía circulan y circularán, en un perpetuo  atasco, con seis vías separadas por una mediana insalvable, no hay buenos augurios de haber llegado al paraíso.

Si encuentras adolescentes que viven en la calle, con la mirada perdida y mate, y te escudriñan de arriba abajo y de abajo arriba para detectar un punto débil en tus bolsillos y en tus mochilas, sin detectar la oportunidad pero sin renunciar a la posibilidad, ya empiezas a pensar que estás en el purgatorio.

Pero, si continúas caminando y un enjambre de niños harapientos y descalzos te piden dinero extendiendo su mano derecha hacia tu cuerpo, mientras se tapan la izquierda y con ella pretenden trepar hacia tu mochila delantera, bien cerrada, y tú observas todo el conato de robo, perpleja, desarmada y entristecida, casi más por su falta de pericia (aunque no se le puede negar perseverancia) que por el acto en sí, claramente estás a las puertas del infierno. 

Entonces giras a la izquierda siguiendo las indicaciones del Mapsme que te guía hacia el hotel y aparece una calle, dinámica, con bares a lado y lado, y ves un viejo occidental acompañado de una filipina joven, y en la siguiente mesa dos occidentales más rayando la muerte, y detrás un anciano obeso con calcetines blancos clavados hasta su media pierna edematosa, tomando una cerveza detrás de otra, y cuatro más en la barra mirando hacia la ciudad, y pasa por tu lado un octogenario con otra jovencita, y detrás un nonagenario renqueando con otra veinteañera del brazo, y dos más en el 7 eleven, comprando con dos adolescentes… Y llegas a tu humilde hotel y observas un cartel: “NO ID, NO ENTER”. Y visitas la piscina, y descubres como siempre que todos los hoteles tienen magníficos fotógrafos que consiguen sacar muy mejorado el charco que tienen hasta hacerlo parecer una piscina olímpica, pero la realidad está ante tus ojos, y no tienes ganas de meterte en una bañera no translúcida, y ves que en la mesa, al lado de la piscina, hay otro septuagenario con otra veinteañera, con el ritual de parecer una pareja consensuada por ambos. Sí, estás ardiendo en el infierno. Corroborado por la presencia de un casino gigante en la arteria principal. Y un campo de golf a la vuelta de la esquina.

El mundo occidental, y el oriental tampoco se libra de esta lacra, llega a algunos países de Asia con la billetera cargada para comprar cuerpos y almas,  jóvenes cuerpos y jóvenes almas. Contratan estancias por semanas y por meses en esos hoteles estilo Muerte en Venecia, con tanta decadencia acumulada, además de humo de cigarrillos. Están comprando sexo y también están comprando la vida de cada una de ellas. ¿Conocerán ellas alguna vez el paraíso? Huir de esta ciudad no les garantiza estar a salvo de estos depredadores: hay más y repartidos por tantos sitios… Por las calles de la ciudad pasean los cadáveres que dejan a su paso: adolescentes con bebés, niños malnutridos, solos, malviviendo en la calle, ancianas desdentadas que ya no pueden mostrarse en ningún escaparate… Cuando la mirada de estos vejestorios libidinosos  se cruza con la mía, me doy cuenta de que intento transmitirles toda mi animadversión, rechazo y juicio, y en ocasiones creo percibir algo de vergüenza cuando asienten cabizbajos, pero en otras se envalentonan y alzan el mentón, desafiando todas las leyes que imperan en su país y en el mío. Y aún sin toda esa legislación de mi lado, está claro que poner precio al sexo es  poner precio a la vida.

Neus